domingo, 16 de agosto de 2015

XXV. MIEDO A LA SOLEDAD.


Nos da miedo la soledad. Eso es una verdad para un buen número de personas. Preferimos la compañía. Preferimos sentirnos ocupados y en acción.

Si entramos solos a un bar, a un restaurante o al cine tendemos a pensar que los demás nos miran y piensan cosas como “¿Dónde va solo o sola? ¿No tiene amigos? O Debe ser un raro o un fracasado”. Producto de una educación que se nos ha enseñado que existía un camino común para todos que incluye vivir en pareja y familia a partir de cierta edad y que las excepciones a la norma suelen tener explicaciones desagradables.

Pero tan importante como la educación o la transmisión social de roles sociales es nuestro propio rechazo interno. Una especie de miedo atávico que nos provoca la soledad y todo un amplio abanico de consecuencias que entendemos asociadas a la misma.

Uno de los núcleos generadores de ese miedo es que la soledad nos permite descubrirnos y visualizarnos nosotros mismos. Nos permite acceder a una imagen de nosotros que hace tiempo que no vemos. Al igual que ocurre cuando de pronto una circunstancia extraordinaria nos permite contemplar una noche estrellada y pensamos en el tiempo que llevábamos sin ver las extrañas y nos prometemos que procuramos contemplarlas más a menudo.

Vernos a nosotros mismos no suele ser muy frecuente. Solemos vernos a través de la interacción con los demás y lo hacemos de una forma mediatizada. Nos vemos a través de ojos ajenos a lo que intentamos caer bien o protegernos de sus críticas o justiciarnos ante los demás.

Pero cuando estamos solos y enfrentamos nuestra propia mirada es inútil intentar caernos bien, justificarnos o protegernos de sus críticas. Aparecemos completamente  desnudos y súbitamente todo se nos revela.

El desgarro de ese primer contacto suele ser un momento de pánico. El que contemplamos no siempre es conocido, amado o respetado por nosotros mismos. Al revés, en ese momento solemos contemplar la apariencia de monstruo que habita en nosotros. A ese que no nos gusta ver o que preferimos evitar. Al que le suponemos fallos, al que no estamos acostumbrados a tratar y a querer.

Pero debemos ser fuertes y no huir. Si encajamos ese primer momento de pánico la visión de nosotros mismos empieza a cambiar. Pasamos a contemplar al desprotegido. Al niño que habita en nuestro interior y que sigue haciéndose las mismas preguntas y esperando el eco de una respuesta.

Permanecemos en nosotros mismos, en nuestra contemplación y más allá llega el milagro de vernos como hijos de Dios y su voz –la consciencia-  se abre paso en nuestro cerebro y nos dice que todo está bien.

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