Nos da miedo
la soledad. Eso es una verdad para un buen número de personas. Preferimos la compañía.
Preferimos sentirnos ocupados y en acción.
Si entramos solos
a un bar, a un restaurante o al cine tendemos a pensar que los demás nos miran
y piensan cosas como “¿Dónde va solo o sola? ¿No tiene amigos? O Debe ser un
raro o un fracasado”. Producto de una educación que se nos ha enseñado que existía
un camino común para todos que incluye vivir en pareja y familia a partir de
cierta edad y que las excepciones a la norma suelen tener explicaciones desagradables.
Pero tan
importante como la educación o la transmisión social de roles sociales es
nuestro propio rechazo interno. Una especie de miedo atávico que nos provoca la
soledad y todo un amplio abanico de consecuencias que entendemos asociadas a la
misma.
Uno de los núcleos
generadores de ese miedo es que la soledad nos permite descubrirnos y
visualizarnos nosotros mismos. Nos permite acceder a una imagen de nosotros que
hace tiempo que no vemos. Al igual que ocurre cuando de pronto una
circunstancia extraordinaria nos permite contemplar una noche estrellada y pensamos
en el tiempo que llevábamos sin ver las extrañas y nos prometemos que
procuramos contemplarlas más a menudo.
Vernos a
nosotros mismos no suele ser muy frecuente. Solemos vernos a través de la
interacción con los demás y lo hacemos de una forma mediatizada. Nos vemos a través
de ojos ajenos a lo que intentamos caer bien o protegernos de sus críticas o justiciarnos
ante los demás.
Pero cuando
estamos solos y enfrentamos nuestra propia mirada es inútil intentar caernos
bien, justificarnos o protegernos de sus críticas. Aparecemos completamente desnudos y súbitamente todo se nos revela.
El desgarro
de ese primer contacto suele ser un momento de pánico. El que contemplamos no
siempre es conocido, amado o respetado por nosotros mismos. Al revés, en ese
momento solemos contemplar la apariencia de monstruo que habita en nosotros. A
ese que no nos gusta ver o que preferimos evitar. Al que le suponemos fallos,
al que no estamos acostumbrados a tratar y a querer.
Pero debemos
ser fuertes y no huir. Si encajamos ese primer momento de pánico la visión de
nosotros mismos empieza a cambiar. Pasamos a contemplar al desprotegido. Al
niño que habita en nuestro interior y que sigue haciéndose las mismas preguntas
y esperando el eco de una respuesta.
Permanecemos
en nosotros mismos, en nuestra contemplación y más allá llega el milagro de
vernos como hijos de Dios y su voz –la consciencia- se abre paso en nuestro cerebro y nos dice que
todo está bien.